Presentación y bienvenida



Este es un espacio libre y abierto en el que todo el mundo es bienvenido. Cualquiera es libre de entrar, ver y opinar. La única norma es el respeto.
¿La idea? Poner en común aquellos temas, dudas o inquietudes que puedan surgir en el día a día en relación con la Medicina, la traumatología, las implicaciones éticas y la calidad asistencial.
Cada opinión será responsabilidad de quién la emita, y aquellos comentarios que resulten ofensivos, serán eliminados.
Mi bienvenida más cordial.

En especial, me gustaría mucho recibir opiniones de pacientes, usuarios, familiares... Si las opiniones son sólo de los sanitarios, falta una perspectiva muy importante.

domingo, 22 de mayo de 2011

RECHAZO DE TRANSFUSIÓN (I)


En lo cotidiano de la práctica clínica, los profesionales proponen a los pacientes aquellas posibilidades terapéuticas más acordes a las buena prácticas, y éstos las aceptan sin problemas. Existe una confianza tácita en que la actuación del profesional se basa en la mejor ciencia y persigue el mayor bien para el paciente, y sus preferencias y valores no suelen estar muy distanciadas.

Lo mejor, aplicado a las poblaciones, basado en las evidencias que aportan los ensayos clínicos, es la base y el objetivo de las actuaciones en salud, y es lo que hace de la medicina una ciencia. Pero esa evidencia, lo mejor para la generalidad de una población, hay que aplicarlo en casos concretos, con pacientes individuales cuyas condiciones particulares (edad, estado de salud, lugar de residencia, situación familiar y social, creencias, profesión, escala de valores) los hacen diferentes a los demás pacientes. Saber acercarse a ese punto óptimo para cada paciente es lo que hace de la medicina un arte.

Así, se dan situaciones en las que “lo mejor” desde una perspectiva científico-técnica estricta, no coincide en absoluto con lo que un paciente considera “lo mejor” desde el punto de vista de su proyecto vital personal. Se abre entonces el escenario del rechazo de tratamiento, una situación en la que el paciente, por circunstancias personales, no acepta por completo lo que se le propone.

El rechazo a la transfusión de sangre y hemoderivados es un caso particular de rechazo al tratamiento propuesto por los profesionales con algunas singularidades que lo diferencian.

Estas situaciones, que sin duda plantean un conflicto, pueden convertirse en auténticas tragedias cuando los implicados no somos capaces de afrontar la incertidumbre e incomodidad que nos producen, o cuando, sencillamente, no nos interesa salir de la calma de lo cotidiano y preferimos que sea otro quien lo resuelva. Entonces nos lanzamos de cabeza a la calle de en medio, y el conflicto se resuelve en cuestión de minutos con un alta voluntaria, una llamada al juzgado de guardia, o ambas.

Curiosamente, cuando esto sucede, la decisión final está tan alejada de lo que paciente y profesional consideran “lo mejor”, que a poco que lo meditemos un momento, resulta fácil concluir que debe haber alguna solución que respete un poco más ambas ideas de “lo mejor”.

La intención es analizar estos conflictos y los argumentos que los sustentan, deliberar sobre ellos y sugerir vías intermedias, más prudentes y de más calidad que el simple alta voluntaria.

RECHAZO DE TRANSFUSIÓN (II)


CUESTIONES DE PRINCIPIO
Libertad de creencias
Más allá de que nuestra Constitución recoja el derecho a la libertad de creencias en el artículo 16, una sociedad plural en el siglo XXI debe tener incorporado de hecho este principio. No se trata pues, de acordar que en teoría cada cual tenga derecho a tener las creencias que quiera sobre su vida, su salud, o sobre lo que es mejor para él; la cuestión es si, en la práctica (incluida la práctica clínica), estamos realmente comprometidos con este derecho y estamos en realidad dispuestos a respetarlo y protegerlo. Y no porque estemos de acuerdo con los planteamientos o los valores de cada paciente que atendemos, sino porque de hecho asumimos que tiene derecho a tenerlos, tanto si coinciden con los propios como si no.

Protección de la Salud y de la Vida.
Nuestra obligación profesional no termina con encontrar la mejor actuación según las mejores evidencias científicas disponibles. Al paciente hay que darle la información necesaria y suficiente para que pueda decidir si está de acuerdo o no con lo que se le propone; para que pueda plantear las dudas sobre el procedimiento; para que conozca las alternativas posibles, y para que, en definitiva, pueda tomar una decisión informada y dar o no su permiso a lo que se le ha planteado o elegir otra opción.

No podemos olvidar que, aún cuando esa actuación sea la mejor desde nuestra perspectiva de profesionales sanitarios, la salud que tratamos de proteger no es la nuestra, sino la de otra persona, y que es esa persona quien tiene la última palabra en las decisiones que atañen exclusivamente a su salud y su vida.

Así pues, como profesionales de la salud, tenemos dos obligaciones éticas: por un lado, proporcionar a cualquier paciente una asistencia sanitaria con calidad científico-técnica óptima; por otro lado, respetar las decisiones autónomas que cualquier paciente capaz e informado adopte en relación a su salud o su vida. En realidad, ambas obligaciones se pueden incluir en una más amplia: la obligación de proporcionar una asistencia sanitaria de calidad. Tan impensable nos resulta hablar de asistencia de calidad si se emplean medios y técnicas obsoletas o no validadas, como si se actúa sin el consentimiento de un paciente, o peor aún, en contra de sus decisiones.

Las dos obligaciones no se excluyen entre si, es decir, el respeto a la autonomía de las decisiones de los pacientes no nos exime de la obligación de proporcionarles la mejor calidad técnica y científica posible, ni tampoco a la inversa. Por tanto, el recurso inmediato a la negativa a tratar a un paciente sin una valoración meditada de la situación concreta y de las diferentes opciones disponibles, no parece ser a priori una decisión que pretenda respetar en lo posible las dos obligaciones. Esto no quiere decir que en algunos casos, después de una deliberación serena, no quede más solución que el alta y la derivación a otro centro, o incluso la decisión de que tal procedimiento no deba ser llevado a cabo, al no existir probabilidades razonables de conseguir algún beneficio. Parece evidente, sin embargo, que en otras muchas situaciones se pueden encontrar soluciones intermedias que permitan realizar una intervención que, aún no siendo la mejor en teoría desde el punto de vista científico-técnico basado en la evidencia, si resulte ser óptima, en la práctica, para un paciente concreto cuyo proyecto vital, coherente y razonado, le lleva a rechazar determinadas actuaciones sanitarias.

Justicia: Criterios de eficiencia, distribución de recursos escasos.
Cuando la evidencia reconoce una mayor eficiencia de la transfusión frente a técnicas alternativas (EPO, antifibrinolíticos, transportadores artificiales de oxígeno), un argumento que se esgrime con frecuencia es el siguiente: “si alguien por libre decisión, rechaza el tratamiento más efectivo y menos costoso, su derecho a utilizar otras terapias con peor relación coste-efectividad a cuenta de la sanidad pública, debería ser cuestionable”. Este argumento se apoya en la responsabilidad que cada persona debe asumir ante una decisión libre y que abarca también a las consecuencias que dicha elección pueda acarrearle.

Ahora bien, si somos coherentes con esta idea, deberíamos invocar el mismo argumento para aquellos que por libre decisión llevan una vida poco saludable o con mayor riesgo de accidentes (tabaquismo, consumo de drogas, alimentación rica en colesterol, vida sedentaria, deportes de riesgo, etc.). Y yendo  al extremo, quien decide libremente conducir bajo los efectos del alcohol, debería, en caso de sufrir un accidente, asumir las consecuencias de su libre decisión, y por tanto, hacerse cargo del gasto sanitario que se derive de la atención de sus lesiones.

RECHAZO DE TRANSFUSIÓN (III)


La mayoría de los conflictos en torno al rechazo a la transfusión en Traumatología presentan una particularidad: la transfusión no forma parte necesariamente del procedimiento o la actuación que se propone al paciente, sino que se trata de una opción terapéutica frente a una posible complicación.

Sea cual sea el procedimiento, nadie nos asegura que no vaya a ser necesario el uso de hemoderivados. Incluso en la intervención más simple puede ocurrir alguna complicación que lo haga recomendable o incluso imprescindible. Ante esa incertidumbre, la postura de muchos profesionales es evitar el riesgo por pequeño que este sea, para evitar llegar a esa hipotética situación, y así, el resultado final suele ser nuevamente el alta voluntaria. El argumento que subyace es el siguiente: si yo inicio una actuación que puede conducir a la necesidad de transfundir y el paciente no lo acepta, puede suceder que una actuación pensada para mejorar su salud termine con un desenlace fatal, y eso me resulta moralmente inaceptable.

Este argumento, que parece correcto a priori, resulta sin embargo incoherente con la práctica cotidiana. Los profesionales sanitarios vivimos continuamente con la incertidumbre de cual será el resultado de nuestra actuación. De hecho, cualquier formulario de consentimiento informado de la intervención más simple, incluye entre sus riesgos la remota posibilidad de que ocurran una serie de complicaciones que puedan poner en peligro la vida. Con esta posibilidad presente, se realizan a diario miles de intervenciones sin que esa cuota de incertidumbre nos resulte a los profesionales sanitarios algo moralmente inaceptable.

Además, si revisamos los formularios de consentimiento informado, nos encontramos con riesgos de lesiones que sin necesitar una transfusión, puedan poner en peligro la viabilidad de un miembro y desembocar en una situación en que para salvar la vida sea necesario amputar. Siguiendo con este argumento, sería necesario investigar cuál va a ser la decisión de cada paciente ante esa eventualidad. ¿Qué sucedería si un paciente manifiesta con antelación que no está dispuesto a dar su permiso para la amputación de una pierna en caso de gangrena gaseosa? ¿Debería negársele la cirugía artroscópica o una artroplastia por ese motivo?

ANÁLISIS
El conflicto moral que se plantea en estas situaciones es complejo. Muchos valores y principios colisionan, sin que a veces sea posible respetar unos sin lesionar a otros.

Autonomía: Se debe respetar la decisión y elección que toda persona capaz toma libremente en lo referente a su salud y su vida. Esto implica que la persona que decide cuenta con la información necesaria y suficiente que le permita una valoración prudente de las consecuencias que pueden derivarse de esta decisión (beneficios esperables, perjuicios esperables y riesgos).

Beneficencia: la actuación de los profesionales debe promover el bien, y prevenir y evitar el daño. Tanto desde el punto de vista legal como desde el punto de vista ético, no podemos considerar que una actuación es beneficente si es contraria a la decisión libre de un paciente o no cuenta con su consentimiento.

No-maleficencia: obligación ética de no infligir un daño o un mal, ya sea este daño físico o moral.

Justicia: obligación ética de tratar por igual a los problemas de igual relevancia y de hacer un uso eficiente de unos recursos escasos.

La beneficencia puede ser entendida en dos sentidos muy distintos. La beneficencia clásica o paternalista sólo tiene en cuenta el bien desde el punto de vista del profesional. El enfermo es un ser débil e incapaz que no puede tomar decisiones ni siquiera con respecto a su salud, de modo que no hay lugar para el conflicto: el paciente hace lo que el médico diga, eso es todo.

La beneficencia moderna es autonomista. Ahora el paciente no es un ser desvalido e incapaz, sino que es una persona capaz, con todos sus derechos intactos. Esto da un cambio radical al concepto de lo mejor. Desde la autonomía, el médico propone lo mejor junto con otras opciones técnicamente menos mejores y el paciente resuelve sus dudas hasta llegar a una decisión libre e informada de qué es lo mejor para él. La beneficencia moderna es autonomista porque no se puede entender la beneficencia sin respeto a la autonomía. Más aún, si en la actuación del profesional sanitario no existe el respeto a la autonomía y se realiza un procedimiento contra la voluntad de un paciente capaz, dicha actuación es maleficente.

El respeto a la autonomía no es ilimitado y la obligación del profesional no incluye la realización de procedimientos que no tengan posibilidad de conseguir algún bien o de los que sólo se puedan derivar daños sin beneficio ponderable. Las actuaciones contraindicadas o incluso no indicadas en un caso concreto, no deben ser realizadas invocando la obligación de respetar la autonomía del paciente.

CONCLUSIÓN
Cada procedimiento implica un riesgo diferente de sangrado y anemia. La posibilidad de necesitar una transfusión es muy variable entre una artroplastia de rodilla, una osteotomía o una meniscectomía artroscópica, por poner sólo algunos ejemplos. Por tanto, cada caso necesita una valoración individualizada del riesgo, y en la decisión final probablemente se deban tener en cuenta factores propios del paciente (comorbilidad, edad), del tipo de intervención, de los profesionales implicados en el proceso y del centro sanitario (dotación de especialidades tipo cirugía vascular o radiología intervencionista, posibilidad de terapias alternativas, posibilidad de reintervención inmediata en caso de sangrado).

¿VIEJA O JOVEN?

¿VIEJA O JOVEN?
La realidad es la que es. Todo es cuestión de perspectiva.